24 feb 2011

Tejelo (y la naturaleza humana)

Bueno...volviendo al asunto de la realidad, hoy entro quedando con una crónica de un sitio que está escondido de la luz del turismo que invade a Medellín: TEJELO, un recorrido por lo mejor de lo no turístico de nuestra acelerada ciudad.
“Se oye el rumor de un pregonar que dice:
- El yerberito llegó, llegó…
Traigo hierba santa, pa' la garganta
Traigo keisimón, pa' la hinchazón
Traigo abrecamino, pa' tu destino
Traigo la ruda, pa'l que estornuda
También traigo albahaca
Pa' la gente flaca,
El apazotepara los brotes,
El betibé pa'l que no ve
Y con esa hierba, se casa usted
¡Yerbero!
(El Yerberito Moderno, Celia Cruz)

Pocos pregones son tan recordados como los que la guarachera de Cuba, Celia Cruz, emitía con entonada y caribeña voz. Pocos son tan dulces y poéticos y; al contrario, son mañosos y rebuscados que curan las penas del alma, regresan al ser amado y llaman la plata.

Pregones. Qué sería de la ciudad sin sus pregones, vehículos de noticias, ideas, revoluciones, chismes y hasta de las más extrañas promociones. Pero estos no están completos sin sus pregoneros, quienes son los pescadores en el río revuelto del transeúnte urbano que encuentra sin buscar y compra sin necesitar.

En Medellín se baten a duelo todos los pregones, todos los sentidos. Muchas veces tocar, oler, saborear, escuchar y ver son actitudes hogareñas, sin lugar a irreverencias o desbordes.

Pocos son los paraísos de los sentidos, donde la sorpresa es lo cotidiano y la fauna urbana se esconde tras los pregoneros y mercaderes de almas, botellas y frutas que descubrieron que en su lógica, la estética no es más que el buen y saludable color de un banano pecoso, la suavidad de un zapote y el viril poder del borojó al calor del mediodía.

La Playa, sin brisa ni mar

Salgo rumbo a un destino incierto al que solo se llega por indicaciones que me han dado conocidos. De pie, junto al semáforo, en frente de le teatro de Bellas Artes, decididamente pongo en mis oídos los audífonos, en la radio del teléfono móvil sintonizo la estación que más me agrada y comienzo a caminar.

Al llegar a la esquina inferior me encuentro con una publicidad que dilata mis sentidos y hace que me detenga en el acto, comienzo a subir dos escaleras, las cuales son las que me separan de mi mayor delirio en golosinas. Un cono cubierto de chocolate con crispi es mi petición a la vendedora del lugar.

Salgo de este lugar y prosigo mi camino rumbo a ese territorio tan particular, al cruzar la Avenida Oriental, justo al pasar por la salida del Centro Comercial La Playa, atraviesa un joven de pelo largo, zapatos skate, quien lleva en sus manos un bolso demasiado afeminado que no coincide con su estilo.

Un poco más abajo, ya sobre el Edificio Coltejer, arrodillado en el piso, sus manos esposadas y brotando sangre de su nariz y boca, vuelvo a ver al chico de pelo largo que instantes antes por poco pasa sobre mi humanidad. A su lado un oficial de Policía sonriendo, con el bolillo en la mano y limpiando la sangre que quedó fruto de los golpes propinados; de seguro, a la espera de la unidad móvil para conducir al muchacho a la estación más cercana.

Mientras, al otro lado de la calle se vive un ambiente de parsimonia total, con todos los lustrabotas en su función de brillar calzado y opinar de la actualidad de la ciudad, tanto en el ámbito económico, político como social.

Este lugar no es mi destino, por lo que avanzo a un paso acelerado, tras darme cuenta de miradas de personajes con caras de no muy buenos amigos y así evitar un peligro. Sin darme cuenta, estoy cruzando el portón de bienvenida del Hotel Nutibara. Me adentro por una avenida desconocida y, para llegar a mi destino, en lo único que pienso es en el olor a pescado putrefacto que debe guiarme el camino para seguir avanzando.

Ruedas, “baretos” y gramos

Paso a la siguiente calle y, a la mitad, un hombre se me cruza en frente y dice “ruedas, baretos y gramos”, con una cara de usted dirá qué es lo que necesita. Lo esquivo de manera sagaz, al dar dos pasos y salir a la calle para avanzar, pero justo al cruzar la calle, al salir por una pequeña puerta, un hombre con vestido de mujer me observa, sonríe y, acto seguido, dice “quiero que me lo chupes”. Sin mirarlo, apretó paso, porque estoy a corta distancia de mi destino, pues al fondo ya se pueden ver los toldos y la apabullada gente enmarcada en la ley de la oferta y la demanda. Cuzo la calle 57, “La Paz”, y al fin…

La calle de honor

Un grito irrumpe entre los transeúntes: “más por menos, es la oferta” y el intercambio se agiliza. Las básculas calibradas son los jueces de la exactitud cambiaria. La “ñapa” es la garantía de satisfacción y el escenario no es más que la calle y un laberinto de estantes de madera, cubiertos por un rojo encendido que se filtra por los techos. Una obra de arte barroca se despliega por las estanterías, atiborrando por doquier frutas, verduras, tubérculos y productos que se ofrecen en busca de posibles dueños.


Tejelo no se abre, no cierra

Navegar Tejelo responde al instinto, no al afán. Sus laberintos apretujados son la casa y el ecosistema vivo de cientos de comerciantes, caminantes y compradores que saben a dónde ir por lo que necesitan y cómo jugar al “regateo”, al tiempo que se dejan sorprender por los nuevos productos, pues saben bien que en la competencia está la ventaja y, a veces, la ruina.

Muchas veces, en el aire, corren rumores de lluvia, amores y persecuciones del Estado que siempre tienen clientes atentos. Muchas veces, la corriente cambia, el clima se enmudece y la quietud espanta. Otros días, otras escenas permiten ver en un mismo espacio toda la variedad de la naturaleza humana, animal y vegetal. Y como buena naturaleza, impredecible y adaptable por el hombre, convertida a su semejanza.

El general, el caudillo, el comerciante…

El célebre ex presidente Rojas Pinilla corona este pasaje de fauna. Una plazuela a su nombre enseña un espacio amplio, poco común en el corazón de Tejelo. Sólo hoy, un indigente ha decidido recordar su busto conmemorativo poniendo cómodamente sus tenis al sol, pues parece que llega a molestarle la humedad o el olor. Rodeándolo, grupos de jóvenes de la calle saborean el sol mañanero al calor del sacol y la charla de risas llena el ambiente con palabras de calibres inesperados y piruetas sobre el piso adoquinado.

Al general Rojas Pinilla parece apenarle la estética impredecible de Tejelo y muestra la espalda de su busto. Pero haciendo claridades, más bien, su estatua a medio pecho da (de frente) la bienvenida con seño ejecutivo a este reino de naturaleza humana ¡Gracias General por traer la televisión a Colombia!

Pero Tejelo también es General. No es un nombre a la deriva, como casi ninguno en la ciudad, es un registro, una marca que de muy buena gana nos recuerda que desde las montañas algún día asomó un Jerónimo Tejelo, capitán conquistador, que, encomendado por Don Jorge Robledo, comandó en buena merced sus tropas a las tierras apenas vírgenes del Valle de Aburrá.

Ahí está la historia y para su recuerdo un pasaje que a muy buen honor rescata lo que durante muchos años fuimos: un pueblo comercial, un puerto seco, una ciudad de intercambios y seres de mil colores que llegaron, pasaron y vivieron en estas tierras que hoy decidieron sin decidir que su vocación es el orden y el turismo y que sus calles no pueden esconder la magia de la fauna humana sin ser detectada, etiquetada y ubicada lejos de lo ojos de los que se incomodan con la vida ajena y su naturaleza.

La naturaleza humana no tiene límites. Animales como todos se esconden en el inframundo, lejos de la luz y, sin ser percibidos, deambulan entre las sobras y los individuos. Un balance arriesgado se da cita en Tejelejo y aunque el reino de las frutas y los vegetales se impone por su necesidad de intercambio y comercio, los animales y los humanos se baten en un contacto constante en el que el olor llama a la compra.

Universidad de la vida en el centro de la zona rosa

Tejelo es zona rosa, de encuentro. La música hierve desde las cantinas desde donde la oscuridad da la tregua para el alcohol y el juego, un minuto para ahogar el calor entre la helada compañía de la cerveza y escuchar los místicos alaridos de la música del despecho que también recuerda que la vida es sufrimiento, trabajo, engaño, desidia, dolor…

Por eso, sus letras rescatan el valor del trabajo con sudor, una de las cartas de salvación del comerciante, pues sólo dios sabe cuántos pecados acumuló para abandonar el delito y someterse a la “honradez” del pregón comercial.

Algunos dejaron la cómoda vida sedentaria que ofrece Tejelo entre la legalidad del pasaje comercial y el flujo constante de clientes, para buscar mejores resultados sobre las ruedas de una carreta.



Otros optaron por la movilidad, empujados por la mano ordenadora del espacio público y por la necesidad. En sus improvisados coches no sólo brilla el rojo encendido del tomate o el naranja dulzón de la piña sino un sinnúmero de santos y frases que encomiendan el destino del día a día a una suma poderosa de religión, comercio y suerte.

Las carretas están equipadas para ofrecer estéticamente el producto, para huir ante el peligro del decomiso estatal y para eludir con maestría el mal tiempo. Son pequeños autos inteligentes que aparecen ante la oportunidad y huyen con el miedo y el chisme de la extinción.

Pero lo que los defensores del espacio público no han logrado es detectar cuán profunda es la imaginación del ser humano y más cuando se amenaza su supervivencia, pues el verdadero significado de inteligencia en Tejelo es la adaptación y este detalle no es garantía de la educación escolar sino de la maravillosa universidad de la vida.


“Mis hijos cuentan en libras”

Laura pela una libra de habichuelas por minuto. Quizá ostenta el récord mundial en esta modalidad. Justo detrás del mostrador y delicadamente sentada maneja el cuchillo con maestría quirúrgica: al balde cae un aguacero del vegetal. Es sábado y los clientes piden cosas por doquier, todo lo que al frente ofrece Delia, su mamá, que en compañía de su otra hermana pesan, separan y sonríen.


Toda la semana es estudio y trabajo para Laura. En las mañanas, dedicación en el salón de clase y, en las tardes, hace sus tareas al calor del vegetal, en el puesto de su madre. A sus 14 años ha desarrollado capacidades sobresalientes en matemática básica, pero ha sentido que le cuesta leer y concentrarse para estudiar, si está trabajando.

Es un puesto de familia, bien surtido como ninguno y adornado de mujeres que tienen la buena costumbre de sonreír como valor agregado de la compra. Pero para garantizar que cuando Delia no esté en condiciones para trabajar, sus hijas deberán hacerlo; por eso, son sus acompañantes habituales y así seguirá siendo, porque más que un trabajo es una tradición que les permitirá vivir de forma tranquila siempre y cuando la fauna de clientes deambule con agilidad y el producto esté a la mano.

Tejelo es un regreso, una fotografía al pasado. En sus rincones se esconden historias y costumbres que se resisten al olvido. La modernización de la cultura y la era del globo no han fecundado las viejas formas de transar, de convencer, de mostrar... Las básculas pesan libras a la antigua, con viejos aparatos que son condición del buen vendedor: son los jueces de que la promesa de compra y el interés del vendedor son verdaderas y su ley es la libra. Unidad de medida popularizada por el peso. Pero, ¿por qué confiar en la inexactitud de la naturaleza humana si los números pueden medir e interceder en la duda? Y así se presentan las ventas y se transa la vida.

Pero pasan las horas de luz y el flujo movedizo de las clientelas se ausenta y sólo quedan seres abrazando botellas en algunos bares. Las ganancias se cuentan y las perdidas obligan a creer a todos en la esperanza de un mañana rentable. Algunos llevan sus anclas y empujan sus carretas vacías hacia sus casas o bodegas; otros, salen en busca de mejor suerte.

Los bombillos penden de los pequeños locales y la oscuridad llama a otro tipo de comercio, mientras las luces intimidantes de Ciudad Botero desplazan a cierta variedad de seres que, en busca de refugio, entran a Tejelo con la tranquilidad del que conoce su laberinto y sus mañas. El ruido expectorante del tráfico mengua de manera pacífica y despierta la noche.

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